martes, 23 de septiembre de 2008

Yo soy milico.


Me quedé todo el domingo en casa. Y ya sé que si me quedo, la Norma me hace trabajar. Podría haberme ido al bar con los muchachos a jugar al truco. O a la cancha. O podríamos haber ido todos a hacerle gasto a Doña Fermina, ¡con lo que les gusta la chacra a los chicos! Pero no. Me quedé a trabajar. Y lo mejor de todo: con gusto.Di vuelta la tierra del patio de atrás. Todavía hay cascotes de la construcción, pero creo que el césped va a prender.Terminé el techo del quincho, va a lloverse menos que las piezas, como el viejo cuando hacía el techo del rancho. Rancho, sí, pero no se llovía ni por casualidad.Y arreglé la bicicleta del Juancho. Esto también lo hago bien, quedaron esas cubiertas más duras que ubres llenas. En la comisaría no saben de estas habilidades mías, porque me tendrían de mecánico de bicicletas.
Yo soy milico. Y para eso estoy ahí. Entré casi de pibe, un poco porque me gustaba, y otro poco porque era un empleo con sueldo seguro, el pueblo tranquilo, algunos mamados y otros pesados, que a mí no me pasan porque me las arreglo bien con ellos. Y esta casa, ¡con lo difícil que es conseguir una casa de barrio! Pero una de las casas del barrio de la Policía fue para mí. Y hasta pude elegir ésta de la esquina, una de las mejores. Una casa nueva, con cuatro habitaciones. Y la Norma estaba más entusiasmada que yo todavía. Lo primero que hicimos fue el jardín. Enterramos todas las papas de dalias y de gladiolos que nos dio Doña Fermina. Y ahora regalamos nosotros las papas a los vecinos.

No me molestaba el sol de la siesta. Mientras trabajaba en el patio de atrás pensaba en ella. Me puse en su lugar. Tenía miedo ayer. También, no sé para qué fuimos tantos. ¡Armas en su casa! Pero, ¡a quién se le ocurre!¡A ese oficial que mandó el ejército! ¿Acaso somos viejas chusmas que hacemos caso a una denuncia de un marica acomedido soplón? No, yo no me hice milico para esto. La hija de Don Valentín no merecía que la tratáramos como lo hicimos ayer, y que le leyéramos hasta las cartas de amor. Y esos libros que le sacamos eran prohibidos. Pero, ¿a quién le asusta un libro? Si esos que leen todos esos libros, (yo nunca pude ni leerme el libro de lectura de sexto grado), se gastan las fuerzas en eso y no pueden joder a nadie.
Yo lo respetaba a Don Valentín, era todo un señor, y no hacía diferencias entre los ricos y los pobres. Y el respeto me lo enseñó mi viejo. Ante todo. Y eso les enseño a mis hijos. Ayer ella tenía miedo. ¿Qué pensaría que le íbamos a hacer? ¡Guerrilleros por este pueblo!, ¡A quién se le ocurre! ¡Y nada menos que la hija de Don Valentín! ¡Si hay que estar loco! Voy a ir mañana mismo a disculparme con ella. No se vaya a creer...Pero ¡si creía que la íbamos a dejar en la policía! Bueno, por un momento yo también lo creí, ¡tanto interrogarla!Le voy a decir que yo no quería, que me mandaron, y que seguro que se habían equivocado. Nadie se hubiera animado en vida de Don Valentín. Y que ahora se quede tranquila, que nadie más la va a molestar.
Al que dejamos y se lo van a llevar es al Negro Montenegro. ¡Ése que se las aguante! ¡Negro sin destino, borracho y de la camarilla de ese abogado comunista! Ése que no aparezca más.
Y no apareció más.

Amanda Vistuer

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