lunes, 25 de enero de 2010

sábado, 23 de enero de 2010

Juan Gelman


En esta porción de mapa se desnucaron todos los colmos, se violó la vida y se violó la muerte, hasta se robaron criaturas. La pregunta nos cae sobre la mollera: ¿el promedio de nuestra sociedad aprendió algo?
-Decímelo vos. Yo no estoy seguro. Creo que buena parte de la sociedad se enteró de los horrores de la represión desatada por la Junta Militar. De ahí a desear firmemente que no vuelva algo parecido... Creo que hay diferentes terrenos donde puede haber un aprendizaje. Parece que hay sectores que no tienen el menor deseo de aprender. De un lado y de otro, eh. A lo mejor tiene que pasar más tiempo. No tengo idea. No tengo idea. Pero también depende de los casos individuales; vos podés hacer una apreciación general como la que acabo de hacer, pero tampoco ese patrón se aplica a todo el mundo... Yo creo que además de indiferencia activa, hubo apoyo activo. En la Argentina nunca un golpe militar tuvo éxito sin apoyo civil. En ese sentido, pareciera que la historia argentina está congelada. En ese sentido.
-Según pasan los años, ¿tus obsesiones se han ido modificando?
-Mirá, no se han modificado. Yo creo que todos los artistas pueden cambiar la expresión de sus obsesiones, pero por lo menos en mi caso, las obsesiones no cambian. Siempre tengo la imagen de sor Juana Inés de la Cruz de la espiral como definición de la belleza. Es decir, como si desde el punto donde esa espiral se inicia, también una obsesión se inicia en ese punto y da lugar a la espiral. Después, como si se mirara desde sus distintos puntos, cada vez más alto, cada vez más lejos, a la derecha, a la izquierda y todo lo demás... Mis obsesiones siguen siendo la niñez, el otoño, la muerte, el amor, la justicia social, la revolución. Pero además los hechos hacen que la calidad de la obsesión, su intensidad, se modifique; una cosa era cuando yo creía que estaba haciendo la revolución y otra cosa es lo que veo que pasó y está pasando. Entonces, en mi libro más reciente hay un poema que dice: "la revolución se paró en algún lado".
-¿Se paró o se bajó del mundo?
-Yo no he dicho eso, he dicho que se paró en algún lado... Yo ya sé que yo no la voy a vivir ni la voy a hacer.
-Pero sentís que alguna vez va a suceder.
-Después de tantos fracasos y errores, lo único que puedo decir es que es imposible mutilar en los seres humanos la capacidad de sueños, el deseo de cambio... Hay épocas muy grises, como la actual, que vivimos desde hace años y que viviremos unos años más todavía. Pero la historia enseña que al final algo cambia. Yo creo que en cada caso se cambia de una manera diferente y eso no lo puedo predecir. A pesar de todo el esfuerzo que este mundo globalizado, entre comillas, hace para manufacturar nuestra subjetividad a nivel mundial, para amansarnos, para convertirnos en tierra fértil para los autoritarismos... a pesar de todo yo creo que hay momentos en los que la gente dice basta. La historia muestra eso. ¿Cuándo, cómo, dónde va a ocurrir? No lo sé.

Pese a todo, pese a tanto, Juan, con nosotros el amor.
-"Somos los que encendimos el amor para que dure, para que sobreviva a toda soledad. Hemos quemado el miedo, hemos mirado frente a frente al dolor antes de merecer esta esperanza."
-La esperanza, ¿derecho o deber? ¿Podemos elegir?
-"Si me dieran a elegir, yo elegiría esta salud de saber que estamos muy enfermos, esta dicha de andar tan infelices."
-¿Sólo eso?
-"Si me dieran a elegir, yo elegiría esta inocencia de no ser inocente, esta pureza en que ando por impuro... este amor con que odio, esta esperanza que come panes desesperados."

Juan Gelman entrevistado por Rodolfo Braceli (fragmento)
Para LA NACION - Buenos Aires, 2010
En la foto: Braceli, Gelman, Urondo y Cedrón con la guitarra, en Mendoza, 1965.

lunes, 11 de enero de 2010

L'Homme qui marche


Una de las esculturas más icónicas del suizo Alberto Giacometti (1901-1966), la titulada L'Homme qui marche I, saldrá a subasta el próximo 3 de febrero en Londres en Sotheby's.

Se trata además de un bronce monumental (183 centímetros) fundido en vida del artista (1961) y adquirido por el banco alemán Dresdner Bank hacia 1980 y que luego pasó a formar parte de la colección del Commerzbank después de que este último banco absorbiese al primero.

Su precio estimado es de entre 14 y 20 millones de euros (entre 19 y 29 millones de dólares), y el dinero que se obtenga con su venta se destinará a las fundaciones del Commerzbank y a algunos museos.

El pasado 9 de noviembre, en Sotheby's de Nueva York, otra obra de Giacometti, titulada "L'Homme qui chavire" se adjudicó por 19,3 millones de dólares, muy por encima del precio estimado, que era de entre 8 y 12 millones.

Con su absorción del Dresdner Bank, el Commerzbank adquirió importantes obras de arte moderno y contemporáneo.

La escultura de Giacometti se eligió para subastarla en la capital británica, pero otras cien obras de la colección se depositarán a título de préstamos permanentes en museos de Frankfurt, Dresde y Berlín.

El objetivo de esas donaciones es reforzar las colecciones existentes de esos museos.

L'Homme qui marche representa el punto culminante de la experimentación del escultor suizo con la figura humana y pertenece a su etapa de madurez.

sábado, 9 de enero de 2010

Matar para vivir


Matar para vivir
Por Juan Forn

Ese hombre que vemos bajar las escaleras del metro de París obsesionó de tal manera a Roberto Arlt en sus últimos años que mereció cuatro crónicas de las que escribía semanalmente el autor de Los siete locos en el diario El Mundo, a su regreso de la Guerra Civil Española. El hombre en cuestión se llamaba Anatole Deibler, era un discreto vecino del barrio de Auteuil, aficionado a su jardín, al ciclismo, al casamiento de su única hija y a la misa dominical, pero la razón por la cual Arlt escribe repetidamente sobre él es porque Deibler les cortó la cabeza a cuatrocientos condenados a muerte como Verdugo Oficial de Francia.

Hoy es fácil escribir sobre Deibler. Basta googlearlo en Internet y armarse de un poco de paciencia para encontrar hasta fotos de su coqueto petit hotel en Auteuil (en cuyo amplio galpón guardaba, de-sarmadas, las dos guillotinas con que ejecutaba a sus víctimas: una portátil, cuando le tocaba trasladarse a provincias, y otra de mayor tamaño, que usaba para sus asignaciones parisinas), reproducciones facsimilares del diario íntimo compuesto de veintisiete cuadernos donde registró protocolarmente cada ejecución (rematados hace días en París en más de cien mil euros) o la interna familiar que enemistó a su yerno y a un primo político de Deibler en la lucha por quedarse con el puesto de verdugo cuando éste murió en 1939, de un ataque al corazón, en un vagón del metro de París. Arlt no contaba con ninguna de estas facilidades cuando escribía sus crónicas en su escritorio de la redacción de El Mundo, basándose en escuetos cables de cinco o diez renglones y presionado por la hora de cierre. Sin embargo, el Anatole Deibler que construye en esas crónicas contra reloj es más vívido que el descrito por Gérard Jaeger en las trescientas páginas de su libro L’homme qui trancha 400 têtes.

Arlt repara en Deibler por primera vez en 1937, cuando éste se niega a guillotinar a una tal Josephine Mory, condenada a muerte por asesinar a su hija horas después de que ésta diera a luz. El cable que lee sólo informa que Deibler se ampara en su contrato, donde figura explícitamente que no ejecutará a mujeres. El Estado francés no puede hacer cumplir la sentencia porque las únicas dos guillotinas existentes en Francia son propiedad de Deibler y el verdugo suplente es su yerno. Arlt describe con truculencia que la negativa de Deibler se remonta a sus tiempos como asistente de su padre, cuando les tocó ejecutar en días sucesivos a dos mujeres: después de cortarle la cabeza a la segunda, Deibler padre se presentó ante el ministro de Justicia y lo horrorizó poniendo sobre su escritorio la cuchilla “con pedazos de piel y mechones de cabello aún adheridos a ella”. Arlt sabía que, entre los deberes del verdugo, figuraba ser dueño de su propia herramienta y responsable de su transporte, armado y desarmado en el lugar de la ejecución, así como de correr con las gastos de la reparación si se estropeaba. Arlt sabía que Deibler había heredado de su padre el cargo de verdugo, pero dudo que supiera que su madre era hija del verdugo de Argelia. Y que eso se debía a que, por ley, los verdugos no podían practicar otro oficio y sólo se les permitía casarse con miembros de su misma familia o de la familia de otro verdugo (de hecho, eran los únicos autorizados por ley a casarse entre primos). Tampoco podían mandar a su prole a la escuela: razón por la cual los hijos varones empezaban muy temprano a trabajar como ayudantes de sus padres y luego heredaban el cargo, cuando éstos morían o se retiraban.

Difícil que Arlt supiera que el verdugo no disponía de salario (se le pagaba por “comisión”), que el Estado francés no quería tenerlo como funcionario sino apenas como agente contractual (lo que en la jerga capitalista actual se denomina “tercerizado”). De hecho, no aparecía en los libros de cuentas de la nación. Sin embargo, cuando Arlt imagina la última jornada de la vida de Deibler, lo describe caminando hacia la boca del metro donde morirá minutos más tarde, maldiciendo en partes iguales al frío de esa mañana de febrero y a Paul Reynaud, ministro de Finanzas francés, que le negaba “cuatrocientos mil francos de jubilación” con el pretexto de que “se avecinaban tiempos de economía de guerra”. La información con que contaba Arlt esta vez era el cable que anunciaba la muerte de Deibler, de un ataque al corazón, camino al trabajo.

Dudo que en la redacción de El Mundo hubiera fotos de Deibler. Sin embargo, Arlt acierta hasta en la descripción física de la escena: “Para los que se cruzaban en su camino, el verdugo parecía un conferenciante de la Sorbona más que un cortador de cabezas”. Miren ahora la imagen que ilustra esta página, tomada del libro de Jaeger. Arlt incluso habla del “dulce morir de monsieur Deibler”: parece un epígrafe para la foto. Sólo le habría faltado agregar, para completar el retrato, que los franceses de aquella época creían que traía suerte toparse con Deibler (la gente que pasaba por su casa no se retiraba sin antes rozar el pomo de la puerta, y hasta le pedía consejo para comprar número de la lotería).

Arlt quería creer que con la muerte de Anatole Deibler se acabaría la guillotina. De hecho, las columnas que escribía en esa sección del diario El Mundo tenían esa función. Convencido, al retornar de Europa, de que se avecinaba un trágico fin de época en todo el planeta y que era su función abrirles los ojos a los lectores argentinos, abandonó sus aguafuertes sobre Buenos Aires e inventó la sección “Al margen del cable”, donde elegía qué cablegramas comentar de los que llegaban del exterior (“Su modo de leer esos cables es extraordinario. Arlt amplifica, expande, asocia y cambia de contexto las noticias que recibe. Y así las revela, las hace visibles”, dice Ricardo Piglia en el prólogo de El paisaje en las nubes, el extraordinario libro que reúne esas crónicas). Se ha hablado muchas veces del poder visionario de Arlt (que le permitió anticipar, entre otras cosas, la obsesión esotérica de Hitler o el advenimiento de López Rega). Pero en el caso de la guillotina no acertó. Aún muerto Deibler, la cuchilla siguió cercenando cabezas hasta el año 1977. Para entonces, el yerno de Deibler ya había pedido el retiro (obligado por el mal de Parkinson) y su sucesor, un tal Marcel Chevalier, se encargó de las dos últimas sentencias de muerte que se ejecutaron en Francia. El hijo mayor de Chevalier, de quince años, fue testigo de ambas. Su padre quería que comenzara a familiarizarse con el puesto que eventualmente heredaría. No tuvo esa desgracia: la pena capital fue finalmente abolida en Francia en 1981, por François Mitterrand, con Robert Badinter como ministro de Justicia.

Página12, viernes 8 de enero de 2010

viernes, 8 de enero de 2010

Abismo


Pienso que en este momento
tal vez nadie en el universo piensa en mí,
que sólo yo me pienso,
y si ahora muriese,
nadie, ni yo, me pensaría.

Y aquí empieza el abismo,
como cuando me duermo.
Soy mi propio sostén y me lo quito.
Contribuyo a tapizar de ausencia todo.

Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.

Roberto Juarroz (1925-1995)
Fotografía: Roberto Juarroz

martes, 5 de enero de 2010

lunes, 4 de enero de 2010

Alberto Lysy


Nacido en Buenos Aires, en el barrio de Caballito, en 1935 y formado por Ljerko Spiller primero y, después, por quien fue su mentor, Yehudi Menuhin, el violinista encaró, a lo largo de su vida, infinidad de proyectos pedagógicos y artísticos. El pasado 30 de diciembre, tras una larga enfermedad, murió en Suiza, a los 74 años.

Desde el primer concierto de la Camerata Bariloche en la Biblioteca Sarmiento de esa ciudad, el 17 de septiembre de 1967, hasta su creación de la Academia Internacional Yehudi Menuhin, de la Camerata Lysy y, hace unos años, del Festival de Cariló, la actividad de Lysy fue permanente.

sábado, 2 de enero de 2010

La culpa


CuentoEl silencio de Ema

El poema de una escritora menor encierra el secreto de una historia trágica en la que se mezclan la admiración, la envidia y el amor. El misterio se devela tan sólo para mostrar que la verdad siempre es parcial y efímera

lanacion.com | ADN Cultura | S?do 2 de enero de 2010

Cuento: Pablo De Santis
Ilustración: Max Aguirre

viernes, 1 de enero de 2010

Brindis

Borrón y cuenta nueva...