martes, 18 de mayo de 2010

La abuela Rosario


La casa de la abuela Rosario olía a madreselvas. A la hora de la siesta nos íbamos con Cristina, mi hermana, al patio de su casa y yo le enseñaba a chupar las flores. Cada una tenía una gota de miel.
Mientras tanto, el sol entibiaba el agua de lluvia que nuestra madre había dejado en los dos fuentones galvanizados, donde nos bañaría cuando se levantara.
Me gustaba ir allá, ese enorme corredor con un enrejado de madera en el que trepaban las madreselvas. Un aljibe donde había agua fresca y suave y una bomba de mano para sacar agua dura, que se usaba solamente para lavar.
En el medio del jardín había una palmera. La abuela la había hecho traer de Buenos Aires. También los sombreros y los zapatos venían de allá. Harrod’s y Gath & Chaves se encargaban de vender a lo largo de las vías del ferrocarril.
El dormitorio de la abuela era una especie de templo. Me la imaginaba trepándose en esa enorme cama de bronce con sábanas bordadas de ajuar y luego rezando su interminable rosario-somnífero.
Tenía el pelo blanco y era sorda. Se casó a los treinta años, cuando otras ya eran solteronas, y viajó con la promesa de volver. Desde entonces fue siempre una extranjera. Perdió la alegría que quedó allá, en Barbastro de Aragón. Gastó su juventud en esos años que tenía como plazo para volver.
La abuela estaba sana cuando cantaba esas jotas que hablaban de la Virgen del Pilar. También era linda cuando me enseñaba a tejer al calor del hogar encendido.

Amanda Vistuer Marzo 1983

1 comentario:

Unknown dijo...

muy lindo tia...se anexa parte de nuestra identidad, gracias!