martes, 20 de abril de 2010

Un padre de familia


Sarita me había hablado de la carga que resultaba para Estela su familia. Una familia “bien” venida a menos, el padre, desempleado y sin jubilación, la madre, maestra tardía por necesidad de trabajar. La había escuchado sin darle más o menos importancia que a otras cosas que me contaba: que sus padres, que su hermana, que su novio, que la carrera …
Yo disfrutaba de mi primer día en Buenos Aires. Todo tenía casi el mismo color satisfactorio. No todo el mundo se podía dar el lujo de tener dos familias. ¡Y tan opuestas! Una era complementaria de la otra. Yo las complementaba. Si se hubieran conocido bien entre ellas, serían nuevos Capuletos y Montescos. Pero yo era la única que lo sabía. Lo que no me podía dar mi familia de sangre, lo encontraba en abundancia en mi familia postiza de Buenos Aires. Había encontrado la fórmula para estar bien nutrida. La única desventaja era que yo no podía hacer sino de hija. Y no me daba cuenta de que las dos familias eran muy buenas nutridoras de hijas chiquitas. Ninguna de las dos quería que sus hijas crecieran.
Yo estaba cómoda. Me causaba placer estar a disposición. Estar dispuesta a ir adonde me llevaran. No saber con lo que me iba a encontrar y no tener ningún compromiso. Íbamos a ir a pasear a lugares donde Sarita no iba si yo no venía a su casa. Veríamos una película recién estrenada, algún espectáculo musical o de teatro, iríamos a caminar por un barrio de la ciudad que nunca visitaba o que yo no conocía y el domingo a una feria artesanal.
No me acuerdo casi de qué hablábamos, pero teníamos mucho que decirnos. Y a mí me parecía que eran cosas muy importantes.
El mismo día que llegué, fuimos a la casa de Estela. Creo que para llevarle un libro o para pedírselo. Sarita me previno sobre la familia de su amiga. El padre, dando vueltas por la casa. La madre, amargada y de mal humor.
La casa me impresionó como muy bien cuidada. No podía creer que vivían sólo tres personas que no tenían plata para pagarle a alguien que hiciera limpieza. Una casa antigua, de dos plantas. Sobriedad y buen gusto.
No sé en qué momento el padre de Estela nos llevó a la planta alta para mostrarnos su escritorio. Un hermoso lugar, con paredes de madera y una ventana que daba a una terraza con muchas plantas.
Una pared completa estaba dedicada a la colección de armas que tenía el dueño de casa. Nos llevó directamente a mostrárnoslas. No es ciertamente el tipo de objetos que me gustan, más bien, me producen aversión. Pero miraba como si me interesaran.
Tomó un arma corta y nos explicaba algo de su funcionamiento que nosotras escuchábamos con atención. Y sorpresivamente apretó el gatillo y disparó.
No alcanzamos a asustarnos, por lo insólito de la situación. Este hombre estaba feliz por lo que había hecho. Como una travesura. Como si se hubiera permitido hacer un acto de exhibición obscena.
La mujer expresó su enojo desde la planta baja. Estela se sintió avergonzada y no sabía cómo disculparse. Nosotras la tranquilizamos y minimizamos lo que había pasado.
Cuando salimos a la calle, nos sentimos liberadas, respiramos hondo, nos reímos, pero nos quedó el sentimiento de extrañeza y de no saber bien qué pensar.
No hablamos más allá de lo que había pasado, pero ahora pienso que ese señor era peligroso. No sé si Sarita estaría de acuerdo conmigo.

Amanda Vistuer
1983

Foto: Amanda del '76

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